Aranjuez, era una comarca emplazada en las vegas de la convergencia entre el Tajo y el Jarama, al sur de Madrid. Su extensión era un vergel, un oasis y un fértil territorio que fue cedido por Alfonso VIII (siglo XII) a la Orden de Santiago como premio y reconocimiento a su papel desempeñado en la defensa de los territorios cristianos frente a los musulmanes, en época de la Reconquista. Así, a principios del Siglo XII, el Gran Maestre de la Orden de Santiago ordenó la construccíon de una casa Maestral, en el mismo lugar que, hoy, se encuentra el Palacio Real. En el Siglo XV, el rey Fernando El Católico, asumió el Maestrazgo de la Orden y, se inició la vinculación entre la Casa Maestral y la Corona.
En 1.561, Madrid fue declarada capital del reino por Felipe II, y Aranjuez, quedó incluido en los "Reales Sitios", lugares elegidos por las monarquías europeas como residencias esporádicas de recreo.
En España, en primavera residían en Aranjuez, en verano en El Escorial y en otoño en La Granja de San Ildefonso.
Felipe II (1527 - 1598), ejemplo de monarca renacentista, potenció el desarrollo del Arte y de la Naturaleza y sentó las bases del desarrollo de Aranjuez como un "Jardín del Edén" con Palacio, Jardines, bosques, sotos, huertas. El río Tajo, cotinuó caprichoso siempre, y a veces, rebelde e incontenible, pero aún así, algunas de las obras de ingeniería que se realizaron para regar los campos de cultivo, datan de la época de este monarca. Por orden real se limitaron los asentamientos de población en Aranjuez, y se restringiero sólo al personal al servicio de la Corte durante las "jornadas reales". Esta norma tuvo una trascendencia fundamental para el desarrollo planificado de la ciudad, tanto en su entorno natural con jardines ejemplares y únicos, como del posterior trazado urbanistico de la ciudad moderna.
Felipe V
Felipe V fue el primer rey Borbón, con él se entronizó la dinastía francesa en España. Su reinado se inició en los primeros años del siglo XVIII, tras la Guerra de Sucesión que hubo de mantener contra el archiduque Carlos de Habsburgo, el otro pretendiente al trono de España, vacante a la muerte sin descendencia del desdichado Carlos II, el Hechizado.
Felipe V había sido criado en Francia y estaba acostumbrado a disfrutar de las mansiones de recreo, tan apreciadas por la Corte francesa. Él fue, por lo tanto, quien decidió transformar, a la manera de los palacios franceses, dos de sus alojamientos reales preferidos en España: La Granja de San Ildefonso, en las cercanías de Valsaín, y el Real Sitio de Aranjuez. El primero fue creado de nueva planta siguiendo el espíritu de Versalles, el segundo había sido heredado de los Austrias y estaba en un paraje tan paradisiaco que merecía todos los esfuerzos que las arcas reales fueran capaces de soportar.
En cierta medida, abrumado por la tristeza y el ambiente de opresión que se respiraba en su alojamiento de Madrid -el viejo Alcázar de los Austrias- Felipe V se obligó a sí mismo a respetar anualmente un ritual de visitas programadas a los Sitios Reales, con esa puntualidad y pulcritud con que el protocolo borbónico había de envolver todos los actos del monarca. Al comenzar el año, el rey marchaba al palacio del Pardo donde pasaba el invierno. Volvía a Madrid para presidir los actos de la Semana Santa y, apenas terminada, en abril, ya se encaminaba con la Corte hacia Aranjuez, donde pasaba toda la primavera hasta que comenzaba la estación veraniega. A partir de la festividad de San Juan, que marcaba el solsticio de verano, la Corte cruzaba la sierra del Guadarrarna y se instalaba en La Granja de San Ildefonso para librarse de los rigores de la canícula y, en lo posible, de las muchas epidemias que acechaban con la llegada del calor.
Era esta una costumbre muy extendida en las Cortes europeas. Allí, reyes y nobles, intentaban huir de los malos hedores de las ciudades y buscaban el aire sano de la montaña donde, por lo general, poseían hermosas residencias campestres. En España, si bien los Austrias también alternaron en su día las estancias entre el Pardo, Aranjuez y El Escorial, esta moda, seguida a rajatabla por los Borbones, no había sido adoptada como suya por la nobleza española, que no tuvo nunca excesivo interés en construir para sí estas residencias de recreo. Lo que sin embargo no podía negarse era que un clima, tan asfixiante en verano como el de la meseta, obligaba, tanto a reyes como a campesinos, a defenderse de los peligros de las enfermedades que les acechaban en agosto. Al menos a ello atribuye el duque de Saint Simon que en la época de Felipe V nadie viviera en Aranjuez al llegar el verano: «ni siquiera -escribe- la gente del pueblo, que se retira a otra parte y cierra sus casas tan pronto como los calores se dejan sentir en ese valle, que causan fiebres muy peligrosas y que mantienen a los que escapan de ellas siete y ocho meses en una languidez que es una verdadera enfermedad. Por eso la Corte no para allí más que seis semanas o dos meses en la primavera y raras veces vuelve allí en otoño»
Para el rey Felipe V, que era profundamente melancólico e hipocondríaco, estas razones eran más que suficientes para justificar su eterno periplo de unas a otras residencias, según la estación del año. Los Sitios Reales que le alejaban de Madrid fueron su principal terapia. Hasta tal punto necesitaba los efectos benéficos que la naturaleza le ofrecía en estos lugares, que no dudó en abdicar en su hijo Luis cuando apenas llevaba diez años en el trono para dedicarse en ellos a la contemplación y a la meditación. No pudo ser, como es sabido, y la muerte temprana, a los diecisiete años, del que por unos meses fue Luis I de España, devolvió el trono a este rey afable, débil y un tanto atormentado.
Por ello quizá, la Corte española en Aranjuez, a pesar de ser la de un rey francés de nacimiento, no tuvo mucho que ver con la frivolidad y el relajo de las Cortes europeas, sobre todo de la francesa. Los gustos del monarca se dirigían hacia la caza, la pesca, los paseos a caballo con su esposa y la música. Todo ello lo encontraba con harta facilidad en Aranjuez, donde, hasta desde sus propias ventanas, hubiera podido pescar si hubiera querido.
Aun así, y a pesar de que la tranquilidad y el sosiego eran lo más preciado para nuestro primer Borbón y lo que buscaba en sus estancias en Aranjuez, así como en sus otras residencias, no deja de sorprender lo artificioso del protocolo del día a día de los reyes en su descanso de Aranjuez. Son innumerables las descripciones sobre las jornadas de los reyes, que, desde temprano, despachaban en la cama los asuntos de Estado para luego levantarse y salir a pasear y a cazar, pero ninguna está contada con el gracejo de la del Marqués de la Villa de San Andrés, noble cercano a la Corte de Felipe V que explicaba cómo « ... cuando salen a pasearse a los jardines los Reyes, bajan los Príncipes y los señores infantes con sus guardias de corps y sus familias; las damas, los camaristas, los cardenales y ministros extranjeros, los obispos, los Grandes, los títulos, los generales, consejeros, ministros, frailes, clérigos... y -añade- a muy pocos pasos los Príncipes se cubren y toda la demás compañía queda con la calva al aire; porque esto de cubrirse los Grandes delante del Rey no es cuando ellos quieren, sino cuando el ceremonial lo dispone».
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Fernando VI
Muerto Felipe V en 1746, su sucesor, Fernando VI, valoró muy especialmente el Real Sitio de Aranjuez. En mayor medida que su padre, quien siempre parecía haber tenido predilección por La Granja de San Ildefonso. Para Fernando, Aranjuez superaba a cualquier otro porque también era el lugar donde más a gusto se encontraba su esposa, Bárbara de Braganza. La reina, procedente de la corte portuguesa, había recibido una vasta cultura y echaba de menos el refinamiento de otras Cortes europeas. Tuvo la aspiración de conseguir en Aranjuez, ayudada por el marco natural que el Real Sitio la ofrecía, el boato de una corte francesa, aunque sólo fuera durante un par de meses al año.
Sin embargo, es curioso constatar que el acto con que el rey inauguró su primera estancia primaveral en Aranjuez, ante la perplejidad de su esposa, fue presidir la procesión del Corpus, que durante veinte años había sido suspendida, posiblemente porque Felipe V no había podido hacerlo a causa de sus crisis rayanas en la demencia. Era tradición que el rey acompañara siempre a la Custodia en aquellas ocasiones, y por ello Fernando VI recuperó la fiesta del Corpus en Aranjuez, que desfiló aquel año de 1747 con toda la carga pagana de la Tarasca, las Sierpes, los Gigantones y todas las danzas populares que la acompañaban, para horror de la cultísima Bárbara de Braganza
Fue precisamente durante la primavera siguiente de 1748, estando también el rey y su esposa Bárbara de Braganza ya en el Real Sitio, cuando se declaró un incendio devastador que arruinó buena parte del palacio. Esto aceleró los deseos del monarca de ampliar y mejorar el Sitio de Aranjuez, y en 1750 dio la orden a Santiago Bonavía, su arquitecto real, de que remodelara el palacio y trazara una villa de nueva planta para solucionar, de una vez por todas, el problema de los alojamientos de los cortesanos. Con ello complacía en mucho los deseos de su esposa, que disfrutaba muy especialmente organizando las fiestas de la Corte, sobre todo la del día de San Fernando, santo del rey y, por tanto, fiesta grande en el Real Sitio, tal y como nos lo dejan entrever los grabados de la época.
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Carlos III
En 1759 Carlos III sucedió en el trono a su hermano Fernando, que había muerto sin descendencia. Abandonó para ello el reino de Nápoles, que había conseguido gracias a las intrigas de su madre Isabel de Farnesio, segunda esposa de Felipe V, que por fin veía a uno de sus retoños sentado en el trono de España.
Habiendo enviudado demasiado pronto, a los cuarenta y cuatro años, y con trece hijos que le había dado su amada esposa, María Amalia de Sajonia, que le aseguraban la sucesión, Carlos se hizo un solitario y destrozó las expectativas de los cortesanos que se habían acostumbrado al ambiente refinado del anterior reinado. Adiós a los conciertos, a los paseos en falúas, a los deleites inventados por Farinelli. Al rey le interesa la caza, la experimentación agrícola y ganadera. Le apasionan los perros de su jauría y los cientos de miles de cepas distintas que vigila de cerca en sus cortijos de Aranjuez. También llevó a Aranjuez esa fiebre constructiva y de mejoras del país que siempre dominó al monarca: vías de comunicación, puentes, canalizaciones de riego así como importantes edificaciones civiles, religiosas y fabriles fueron levantadas en el Real Sitio.
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Carlos IV
Carlos IV fue rey de España desde 1788, en que sucedió a su padre, Carlos III, hasta 1808 en que se vio obligado a abdicar en su hijo Fernando, que subiría al trono con el nombre de Fernando VII el Deseado.
Siendo príncipe de Asturias, el futuro Carlos IV demostró, junto con su hermano el infante don Gabriel, saber disfrutar bien de los Sitios Reales, en los que incorporaron mejoras y patrocinaron construcciones tan notables como las llamadas Casas del Príncipe en el Escorial, la de Arriba y la de Abajo; el jardín del Príncipe de Robledo, cercano esta vez al palacio de la Granja y, por último, la Casita del Labrador en Aranjuez, donde el príncipe dirigió personalmente la remodelación de los jardines.
Después de la guerra de la Independencia, y durante todo el siglo XIX, la monarquía no perdió la costumbre de pasar las primaveras en Aranjuez y siguió yendo allí todos los años hasta 1890. |
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